La flor del guerrero
En los más duro del invierno un samurai fue destinado a un cuartel, pensando que por sus conocimientos le sería asignada la protección de las comunicaciones con la ciudad cercana a la que protegían.
Sin embargo, cuando se presentó a su capitán este tenía otros planes. Entregó al joven samurai un esqueje de flor y le encomendó que regresara a su hogar y protegiera la planta como si fueran las comunicaciones del cuartel.
El samurai cumplió la orden apesadumbrado de que no confiaran en él, con tan mala fortuna que cuando se hechó a dormir junto al camino olvidó que había guardado la planta en su zurrón. Despertó sobrecogido al recordar su misión, y víó que el esqueje estaba en bastante mal estado.
Llegó a su casa, y plantó el esqueje con ayuda de su esposa. Todas las hojas estaban lánguidas, pero el samurai estaba convencido de que había vida en aquel tallo tráslucido. Recortó las ramitas y hojas que tenían peor aspecto y regó la maceta cuidadosamente.
Cada día sacaba la planta al sol en las mejores horas, y durante la noche la guardaba bajo techo, para protegerla de las heladas. Sin embargo la planta mantenía su aspecto entre vivo y moribundo, sin que ninguna de sus hojas caídas diese señal de recuperación.
El samurai fue mezclando el cuidado de la planta con el resto de sus obligaciones, hasta que un día trabajando en el campo comprobó que el cerezo daba las primeras flores. Apesadumbrado volvió a su casa, pensando que la flor del cerezo es símbolo de la fuerza ante la adversidad para los samurai, y que él no había sido capaz de cumplir la misión tan sencilla que le había sido encomendada.
Sin embargo al llegar a casa descubrió que de la planta, aunque mantenía las hojas mustias, había brotado una pequeña flor de intenso color malva. El samurai sonrió y regó la planta con sumo cuidado una vez más.
"Cuando llegue la primavera volveré al acuartelamiento" - pensó.
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